La dieta alcalina ha ganado popularidad en los últimos años como un enfoque aparentemente revolucionario para mejorar la salud. Sus defensores aseguran que no solo puede favorecer la pérdida de peso, sino también prevenir enfermedades graves como el cáncer. Algunas personas afirman incluso haber experimentado resultados “milagrosos” tras adoptarla. Sin embargo, ¿qué hay realmente detrás de estas afirmaciones? ¿Qué dice la evidencia científica actual?
¿En qué se basa la dieta alcalina?
Esta dieta parte de la creencia pseudocientífica de que los alimentos que ingerimos pueden alterar el pH del cuerpo, clasificándolos como “acidificantes” o “alcalinizantes” según el efecto que supuestamente tienen en la sangre u otros tejidos. Así, se propone como un método para “desintoxicar” el organismo, prevenir enfermedades e incluso revertir procesos patológicos.
Para entender este enfoque, es importante recordar que la escala de pH mide qué tan ácida o básica (alcalina) es una sustancia, en un rango de 0 a 14. Un pH de 7 se considera neutro; por debajo de 7 es ácido, y por encima, alcalino.
Lo que proponen los seguidores de esta dieta no es valorar el pH del alimento en sí, sino el efecto residual que tiene en la orina tras ser metabolizado. Por ejemplo, aunque el jugo de limón es ácido en origen, en la orina se clasifica como alcalinizante.
¿Qué alimentos se clasifican como ácidos o alcalinos?
La dieta alcalina distingue tres grupos:
- Acidificantes: carnes, pescado, pollo, huevos, lácteos, cereales, alimentos procesados, productos refinados y alcohol.
- Neutros: almidones, azúcares y grasas.
- Alcalinizantes: frutas, verduras, legumbres, nueces y proteínas de origen vegetal.
Esta clasificación se basa en su contenido mineral: los alimentos acidificantes suelen contener fósforo, azufre y proteínas; mientras que los alcalinizantes aportan magnesio, calcio o potasio.
¿Puede la dieta modificar el pH del cuerpo?
Aquí es donde se encuentra la falacia central. El pH del cuerpo no es homogéneo; cada sistema y órgano tiene un pH específico y bien regulado. Por ejemplo:
- El estómago es naturalmente muy ácido (pH 1,5–3,5) debido al ácido clorhídrico, necesario para digerir alimentos.
- La sangre, en cambio, es ligeramente alcalina, con un pH estable de entre 7,35 y 7,45, regulado con precisión por mecanismos fisiológicos que garantizan la homeostasis ácido-base.
El organismo posee potentes sistemas de compensación (pulmonar, renal y tampones químicos) que mantienen el pH sanguíneo dentro de ese estrecho margen, independientemente de la dieta. Cualquier desviación significativa se considera una condición médica grave (acidosis o alcalosis) y no está relacionada con lo que comemos, sino con patologías como insuficiencia renal o respiratoria.
Conclusión: la dieta no puede alterar el pH de la sangre. Este es un mito ampliamente desacreditado.
¿Qué efecto real tiene la dieta sobre el pH?
El único fluido corporal cuyo pH puede verse modificado por la dieta es la orina, ya que actúa como medio para eliminar productos de desecho. Comer alimentos ricos en potasio y magnesio puede hacerla menos ácida, lo que es útil en casos concretos como la prevención de cálculos renales por ácido úrico. Pero este cambio no refleja el pH de la sangre ni tiene implicaciones para la salud general o el cáncer.
¿Y el cáncer?
Uno de los argumentos más difundidos por los defensores de esta dieta es que el cáncer se desarrolla en entornos ácidos, y que una dieta alcalina podría prevenir su aparición o incluso tratarlo. Sin embargo, esto es incorrecto. El cáncer no depende del pH de la dieta. De hecho:
- Las células tumorales producen su propia acidez como resultado de su metabolismo alterado, un fenómeno conocido como efecto Warburg.
- El tejido corporal donde se desarrollan los tumores tiene un pH ligeramente alcalino.
- Se han cultivado con éxito células cancerígenas en entornos alcalinos en laboratorio.
Por tanto, no es el ambiente ácido el que crea el cáncer, sino que es el cáncer el que crea un microambiente ácido a su alrededor.
¿Y la salud ósea?
Otro mito frecuente es que una dieta acidificante hace que el cuerpo “robe” minerales de los huesos (especialmente calcio) para mantener el equilibrio del pH sanguíneo. Esta hipótesis ha sido refutada por múltiples estudios, que muestran que los riñones producen iones bicarbonato para neutralizar los ácidos, sin necesidad de utilizar el calcio óseo como amortiguador.
Además, lejos de perjudicar los huesos, las proteínas animales se han relacionado con una mayor densidad mineral ósea, en parte gracias a su papel en la síntesis de IGF-1, hormona anabólica que estimula la reparación del tejido óseo y muscular.
¿Entonces por qué parece funcionar la dieta alcalina?
Una dieta basada en frutas, verduras, legumbres y alimentos naturales es sin duda más saludable que una rica en procesados. Por ello, muchas personas experimentan mejoras en su salud y composición corporal cuando adoptan este tipo de alimentación. Pero no se debe al pH, sino a la mejora de la calidad nutricional, la reducción del exceso calórico y la eliminación de alimentos ultraprocesados.
La versión más popular de la dieta alcalina propone consumir entre un 60–80 % de alimentos alcalinos y restringir el resto a un 20–40 % de alimentos ácidos, lo que inevitablemente lleva a una reducción en la ingesta calórica, especialmente si se eliminan grasas refinadas, azúcares y alcohol.
Conclusión
La dieta alcalina no es peligrosa, pero su justificación científica es infundada. No existen pruebas de que los alimentos modifiquen el pH de la sangre ni que este mecanismo tenga un impacto sobre el desarrollo de enfermedades. Sin embargo, como propone una alimentación rica en productos frescos y naturales, puede tener beneficios indirectos reales para la salud.
En definitiva: la salud no se encuentra en extremos ni en reglas simplistas, sino en el equilibrio, la variedad, y la coherencia con los principios de la fisiología humana.
Referencias
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