¿Qué ocurre cuando a los nueve años alguien te señala el cuerpo?
En mi caso, todo empezó con un suspenso en educación física. La profesora llamó a mis padres y les dijo que no rendía bien porque tenía sobrepeso. Así, sin filtros. Tenía nueve años y ya me habían puesto una etiqueta: torpe, lenta, la que no sigue el ritmo. Mis tobillos no eran como los de las otras niñas, eran tubulares. Aunque nadie lo sabía entonces, ya convivía con un lipedema. Y ahí empezó todo.
En mi casa el deporte existía. Mi padre era ciclista, mi hermano también. Pero en mi caso, por ser niña, parecía que las reglas eran distintas. No era tan habitual que se fomentara el deporte en nosotras de la misma forma, simplemente no se entendía igual. Yo no tuve esa motivación externa ni ese impulso inicial, pero tampoco me planteaba que me hiciera falta. Hasta que la profesora lo puso en evidencia delante de mis padres. Vinieron las dietas, la restricción, y en silencio, las primeras sesiones interminables de ejercicio. No porque me gustara entrenar, sino porque sentía que mi cuerpo no estaba bien y debía corregirlo.
¿Qué me empujaba a querer mejorar?
Primero, quería corregir el juicio de aquella profesora. Después, entendí que quería mucho más: que ese cuerpo que me había tocado, con lipedema, con sus limitaciones, no me iba a impedir llegar donde yo quisiera. Ese fue el motor: entrenar, cuidarme, comer mejor, estudiar cómo funcionaba el cuerpo. Hoy, casi 30 años después, puedo decir que soy uno de los casos más extremos y mejor conservados de lipedema que conozco. No por suerte, sino por constancia.
Lo mío es un lipedema tipo 5. El resto de mi cuerpo es atlético, definido, estriado, con forma. Sin embargo, en mis pantorrillas, en las tibias, sigue estando la forma tubular característica del lipedema. A día de hoy, quizás alguien que no sepa no lo notaría, pero no encajan con el resto de mi cuerpo. Esa es la herencia que me dejó mi abuela. Pero no he dejado que avance. Porque si no me hubiera cuidado, si no hubiera entrenado, si no hubiera comido bien, el lipedema habría progresado y todo mi cuerpo estaría afectado.
Y si algo sé con certeza es que el entrenamiento de fuerza es lo mejor que se puede hacer por el lipedema. No hay comparación. Porque el lipedema es una enfermedad inflamatoria, y el efecto antiinflamatorio que produce el entrenamiento de fuerza es clave para controlar el dolor en el día a día, para que no sea limitante, para que no avance. No es magia, es fisiología.
He aprendido que no hay tregua, pero tampoco rencor. No se trata de pelear con el cuerpo, sino de entenderlo y acompañarlo. Y eso es lo que he hecho.
¿Qué he tenido que dejar atrás?
Nada. Porque nunca sentí que renunciara a algo. Mi vida ha girado siempre en torno a lo que me apasiona: el cuerpo, la fisiología, la endocrinología, las hormonas, la nutrición, el entrenamiento. Todo mi tiempo lo he invertido en aprender sobre el cuerpo humano. Nunca he querido otra cosa. No ha habido sacrificios, ha sido una elección constante. Por eso sigo creciendo, porque siempre encontré tiempo para lo que amaba.
¿Te reconoces en la imagen que ves en el espejo hoy?
Claro que sí. La imagen que tengo no es habitual, no es común. Pero es la consecuencia de 30 años entrenando, cuidándome y haciéndolo cada vez mejor. Mi físico es el reflejo de mi forma de ser: exigente, intensa, perfeccionista. No es fruto de una fórmula rápida ni de atajos, es el resultado de décadas de trabajo consciente y bien hecho. Esto no se consigue en dos días, ni en dos años. Hace falta tiempo, técnica, paciencia y una mentalidad que no todos están dispuestos a mantener durante tantísimo tiempo… y además, sin esfuerzo. Porque para mí no lo es.
¿Qué le diría a la versión de mí que pensaba rendirse?
Que no se preocupe, porque nunca me rendiría. Hay cosas en la vida que no están hechas para mí, pero el entrenamiento, el rendimiento, el cuidado del cuerpo… eso siempre ha sido mi espacio. Es mi forma de vivir, mi rutina. Soy extremadamente rutinaria, y sé que no es lo habitual. Pero para mí, la constancia, el orden, la disciplina no son sacrificios: son mi naturaleza. Me sale solo. Por eso rendirme nunca fue una opción.
¿Me arrepiento de todo lo que he hecho durante estos años?
No, no me arrepiento de nada. Todo lo que tengo lo he conseguido sin atajos, sin trampas, con esfuerzo, con el día a día, con el trabajo constante. Con cada cosa que he ido aprendiendo y que he puesto en práctica conmigo misma. Claro que he caído en errores, claro que he hecho todas las malas dietas posibles antes de tener el conocimiento que tengo hoy. Pero precisamente por eso sé distinguir lo que funciona y lo que no.
Hoy lo tengo claro: sé cómo funciona el cuerpo, sé cómo debe entrenarse, sé lo que la nutrición puede hacer y cómo debe aplicarse. He llegado a ese punto en el que ya no hay dudas.
Y eso es lo que quiero transmitir a mis hijos: que aprendan a cuidarse como quien se lava los dientes o el pelo cada día. Que comprendan que alcanzar una forma física trabajada y saludable también requiere sacrificio, y que deben luchar por ella. Que se mantengan siempre lejos de los caminos fáciles, porque sé que ese sería el peor error que podrían cometer.
¿Es mi físico un reflejo de mi mente?
Sin duda. Mi cuerpo es el reflejo directo de mi mente, de mis capacidades, de cómo hago las cosas. Pero también sé que la genética ha jugado a mi favor. Tengo una genética privilegiada y lo reconozco. Porque hay personas que, incluso entrenando bien —aunque habría que revisar ese “bien”— no consiguen estos resultados. Así que, por supuesto, doy gracias a lo que me ha tocado.
¿Qué he aprendido sobre el rendimiento y el cuerpo?
He hecho de todo, pero sobre todo he corrido. Desde muy joven entrenaba resistencia, velocidad, atletismo. Me gustaba, lo vivía como entrenamiento real, no como simple cardio. A los 15 años toqué las pesas por primera vez, pero lo dejé porque en aquel momento pesaba mucho el estigma de que las mujeres no deben ponerse fuertes.
Sin embargo, tanta resistencia con un cuerpo de apenas 44 kilos tenía sus consecuencias. Era ligera, sí, pero estructuralmente débil. Mi cuerpo no tenía suficiente base muscular, ni un glúteo fuerte, ni una arquitectura articular preparada para sostener ese nivel de exigencia. Así que las lesiones llegaron inevitablemente.
Fue el entrenamiento de fuerza el que cambió todo. Ahí mi cuerpo se transformó. Con 70 kilos que para el atletismo podría parecer un lastre he corrido más rápido, con mejores tiempos y con más potencia que nunca. He llegado a correr kilómetros muy por debajo de los 3 minutos, sintiéndome poderosa. Y eso no es resistencia sola: eso es fuerza, es estructura, es músculo trabajado de manera inteligente.
Quizá podría haberme dedicado al atletismo profesional. Se me daba bien, lo disfrutaba. Pero nunca quise entrar en la dinámica de la competición porque sé cómo soy: perfeccionista, autoexigente al límite. Meterme en ese circuito habría significado entrar en un bucle de estrés, comparaciones, lesiones, una presión innecesaria. Y yo siempre he preferido construir algo conmigo misma antes que con un podio.
¿Quién soy hoy?
Soy la mujer que a los nueve años escondía su cuerpo y que hoy, con 40, lo exhibe con orgullo porque lo ha creado con sus manos, su disciplina y su cabeza. Soy el producto de años de conocimiento, de entender el cuerpo, la mente y la fisiología femenina. Y si algo he aprendido es que todo lo que soy, lo he fabricado yo. Sin excusas. Sin rendirme. Sin atajos.
Y también es verdad que no siempre es fácil vivir en este cuerpo. Yo no suelo salir mucho, pero cuando lo hago, a veces la gente es descarada mirando. Hay miradas que intimidan, que invaden. Otros hacen comentarios sobre mis brazos, sobre cualquier parte del cuerpo que se vea. Algunos lo hacen por agradar, otros simplemente por incomodidad o ignorancia, pero en cualquier caso son irrespetuosos. Es el precio de tener un físico que no encaja en lo que esperan de una mujer, porque desafía su mirada, su concepto. Eso también tiene un nombre: violencia estética.
Pero no me escondo, ni pienso hacerlo. Porque sé quién soy y sé el trabajo que hay detrás de cada parte de mi cuerpo, de cada forma que algunos observan con admiración o con incomodidad.
¿Por qué confiar en mí?
Si alguna vez has pensado que necesitas a alguien que te guíe, que sepa exactamente cómo funciona el cuerpo femenino en cada etapa, en cada circunstancia, estás en el lugar adecuado.
Aquí no vas a encontrar lo de siempre. Porque no solo he transformado mi cuerpo con años de entrenamiento, sino que he dedicado mi vida a estudiar y comprender el cuerpo de la mujer. No me conformo con la experiencia personal: he estudiado fisiología, endocrinología, nutrición, biomecánica. Y sigo estudiando cada día. Cada nuevo estudio que se publica, cada evidencia científica relevante, la leo, la analizo y la aplico.
Porque para mí no hay otra forma de hacer las cosas: dominar la práctica, pero también dominar la ciencia que hay detrás. Por eso cada entrenamiento, cada planificación, cada estrategia nutricional que diseño tiene un porqué sólido, basado en conocimiento, en ciencia y en años de experiencia aplicada.
Por supuesto, sé que no puedo llevarme bien con todo el mundo. Sería imposible, por mucha inteligencia emocional que tenga. Pero siempre me esfuerzo en ponerme en el lugar de cada una, en entender lo que necesita, en adaptar el proceso a su historia, a su ritmo y a su personalidad.
Con las clientas con las que conecto de verdad, con las que se apegan al proceso y crean vínculo, la relación va mucho más allá de entrenadora y clienta. Llega un momento en que las conozco tan bien que terminamos siendo amigas, porque compartimos más que un entrenamiento: compartimos objetivos, frustraciones, logros, aprendizajes. Nos ayudamos mutuamente.
Si quieres resultados reales, completamente naturales, alejados de los atajos, de las falsas promesas y de los métodos que no sirven a largo plazo, estás en las mejores manos.
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